Marco Antonio Rodríguez
Preludio
«Caminemos unidos y presurosos/ dejando atrás la infame noche/ que se hizo en la mitad del día/ para asolar a la estirpe fértil…». Estos versos de Miguel Yaulema (Chimborazo, 1939), dibujante, pintor, escultor, poeta… rezuman la singular esencia de su vida y su obra. Caminante empedernido, cosmopolita (ha expuesto su arte en innumerables lugares del planeta Tierra y quizás en otros que existen en su sabiduría ancestral), grave y sensitivo, empecinado y claro, altivo defensor de sus orígenes, ha puesto en su arte —literalmente— de cabeza al mundo y, en simbiosis única, ha fusionado sus raíces ancestrales con las de la cultura «occidental y cristiana». Pero en su esencia, se advierte su profundo inconformismo con lo que impuso la conquista. Y en nombre de nuestros pueblos originarios, levanta una proposición visual sarcástica y demoledora. No han faltado «críticos» que le han endosado «excesivas influencias» o tratado de artista de «dudosa originalidad», o, más irresponsablemente, de «imitar a Baselitz».
Hace rato que la palabra originalidad, si no ha sido excluida de la crítica seria respecto de las artes visuales, al menos, se ha relativizado. La originalidad per se no existe, somos herederos de un acervo inmedible de saberes y proposiciones plásticas. Ningún creador puede eludir este hecho. He leído con detenimiento un copioso material crítico sobre Yaulema, la mayor parte europeo, sobre todo, alemán. En ninguno de ellos se insinúa siquiera que Yaulema «imitó» a Georg Baselitz, el pintor expresionista alemán, quien, en efecto, en una de sus series, pintó los motivos de sus obras pies arriba y se dio el lujo de pintar un cuadro (un cuadro dentro de otro cuadro), en el cual una figura humana exhibe la res de la célebre obra de Soutine a quien admiraba. En todo caso, hay una antigua palabra que resolvería este tema que lastima a nuestro artista. La repuso Ortega y Gasset, tomándola de Goethe. Significa, coincidencia de sentido, de módulo, de estilo entre dos artistas de diversas épocas o lugares. Es más, los primeros personajes al revés —tan caros para Yaulema— datan de fechas anteriores a 1970, año en el cual el pintor expresionista alemán empezó con su saga de obras en las cuales invertía todos los elementos de sus cuadros.
Fases
Esta palabra, fases, Yaulema la usa con frecuencia para señalizar su ir creativo, desde sus inicios hasta nuestro tiempo, luego, por cierto, de cosechar logros internacionales de gran prestigio. Salió este peregrino del arte y de la vida de su lugar de origen, una campiña llamada Tapi de la provincia del Chimborazo cuando apenas rozaba los dieciséis años. No viajó a Quito como la mayoría de artistas pintores, sino a Guayaquil. Y en esa ciudad echó sus raíces durante varios años. Academia y pandilla de artista tan jóvenes como él, espacio donde tanto se aprende. En efecto, el mismo artista confiesa sus desavenencias con el rigor acartonado e inflexible de la Escuela Municipal de Bellas Artes; más cultivó su talento creador con el grupo de artistas con quienes fundó el grupo Los buenos muchachos. Contagiados de los mismos sueños, ideales, horizontes, recorrían una y otra vez el estero salado, los cerros del Carmen, Santa Ana, Las Peñas, las riberas del río Guayas y los sitios de bohemia del Guayaquil de los sesenta. En el Café Quito se reunía el grupo y, en un entorno bohemio y creativo, no exento de licor, música y amores fulminantes, afinaban sus pensamientos no solo relativos al arte, sino a las ansiedades epocales propias de ese tiempo: revoluciones, fundación del «hombre nuevo», la irresolución de los partidos de izquierda tradicionales, la aventura colosal del Che Guevara, los iconoclastas argentinos, cambiar el mundo, en suma, por una suerte de paraíso terrenal.
El quietismo para Yaulema es culpa y castigo. No puede estar en un solo sitio y, si lo está —sentó sus reales por varios años en Berlín—, pero desde allí emprendió innumerables viajes a otras ciudades. De Guayaquil, entonces, pasó a Esmeraldas, buscando lo que él mismo llama «el exotismo». Y lo halló. No solo huellas, sino del realismo maravilloso teorizado por Alejo Carpentier y que no es sino nuestra sabia, insólita, hermosa América —milagrería y realidad—. Calidez y frenesí. Playas y mujeres bruñidas por el sol. Marimbas que resuenan en el oído como aquellas que emiten las caracolas marinas. Y el horizonte infinito que convoca a inacabables partidas buscando los parajes más recónditos del mundo que —quizás— está en nosotros mismos.
De retorno a Guayaquil, Yaulema —cuya obra era vista sino con menosprecio al menos con indiferencia— siguió trabajando como un poseso fase tras fase: el camino del arte —Yaulema lo sabe ahora— no concluye sino con la consumación del creador, del artista genuino, y este es el caso de Yaulema, a diferencia de otros que creen que hallaron la quimera del oro, y allí se quedan, comercializando su obra y estampando su rostro en marcas de perfumes o de ropa exclusiva hasta después de muertos. Yaulema, dueño ya de una propuesta estética bizarra, vertebrada por líneas que la dotaban de solidez única. Sin embargo, sus trabajos de Taller —precisamente, aquellos que preludiaban al artista excepcional en que se convertiría— eran rechazados sin ninguna explicación, salvo el veredicto inquisitorial de sus maestros, plagado de reclamos académicos, anclados en un craso tradicionalismo. De todos modos, intervino en un certamen y obtuvo una mención de Honor, suerte de reconocimiento decoroso a su connatural disidencia con el academicismo.
El viaje
De un lado a otro del mundo ha ido Yaulema en pos del arte. Cuenta que una noche de marzo de 1968 partió hacia lo desconocido. Sí, no sabía adónde iba, pero sí que la prisa le asediaba. «Viajar, perder países», proclamaba Pessoa. Yaulema viaja consciente de que siempre va ha hallar algo que enriquecerá su arte. Algo lo esperaba, entonces. Apurado, transpirante, seguro, protegido por sus propios dioses, quería conocer otras culturas y aprehenderlas para sus fases siguientes. Expuso en todos los países centroamericanos, en México D. F., Nueva York y, por, fin, recaló en Europa. En el viejo continente, a pesar de todos los discursos de sus políticos, de sus ONG y organizaciones incluyentes, se sigue albergando una profunda xenofobia. En cada país, se privilegia a los suyos, luego a los de otros países de esa región del mundo, y al final, a quienes llegan de otros lugares. Los umbrales son inexorables.
Y en el tiempo en que llegó Yaulema a París, aún se vivían los efluvios de la eclosión de Mayo 68. Un intelectual que fundó amistad con Yaulema le espetó algo que lo conmovió: «París, la ciudad luz, es la buena madre que lo dio todo y ahora ya no tiene nada que dar…». La quemante sentencia no lo arredró. Tampoco el rebullicio que se estaba armando en arte con la proclama de «el arte ha muerto», nacida a comienzos del siglo XX y sucesivamente repetida por popes y esnobistas de las artes plásticas. El Por Art, el nuevo realismo o el realismo extremo; exposiciones de arte cinético, cibernético, instalaciones, performances, objetos, personajes de ciencia ficción extraídos de cómics que caminaban en veredas; ambientes: edificios o pisos vacíos para mantener latente que la nada existe… —fórmulas visuales en pro y en contra del existencialismo sartreano—, extravagancias, en fin, propias de los seres humanos que no temen el ridículo, y derivas del arte efímero, campeaban en Francia y Europa. (Por nuestro asincronismo histórico estas y otras manifestaciones están apoderándose de algunos países latinoamericanos en nuestra hora).
Los augurios iniciales y la consagración
Luego de un apreciable tiempo, Yaulema pudo exponer su arte. El artista recuerda con gratitud al maestro Soran Music: viaje lo más que pueda, enseñe en todas partes su arte, le aconsejó el maestro. Pero Yaulema ama su patria e ignoro si por estrategia para su arte jamás dejó de retornar al Ecuador. Muchos artistas se van y no vuelven. Salvo el caso de Camilo Egas, que se instaló para siempre en Estados Unidos, quienes se van y no retornan cometen una grave equivocación. De una u otra manera, los países de origen reconocen a sus valores y los inscriben en su historia.
Luego de un lapso en el cual cosechó elogios y coleccionistas europeos adquirieron sus obras, Yaulema vino al Ecuador y expuso en Quito, Guayaquil, Loja, Cuenca, Riobamba… Escogió lo más trascendente de sus fases. Yaulema es extremadamente exigente con su arte. Y siempre está al acecho de innovaciones. Es un artista consumado que fractura lo anterior para salir airoso —como portando un trofeo de caza— con muestras diferentes. Lenguaje plástico en plena y perpetua renovación. Lo de París, Berlín y otras ciudades europeas constituyeron soportes para nuevas expresiones. Yaulema examina, estudia, profundiza… Inversión del sentido de la imagen en la obra como una apoyatura que resuelve su desasosiego estético, pero que también sugiere el contrasentido, la incoherencia de la realidad y la elevación —por así decirlo— de determinados elementos que para los demás carecen de trascendencia. Ubicar al ser humano (hombre y mujer) en el centro de su noción del universo y de la vida. Comunicar, dialogar y controvertir con los públicos. Provocar. Alejar o seducir. En artistas creadores como Yaulema no existen términos medios: convocan o ahuyentan.
Los críticos han dicho de todo sobre la obra de Yaulema, pero esta, su obra, está ya debidamente consolidada, en la galería de los artistas consagrados aquí y en cualquier lugar del mundo. A Baselitz, el pintor alemán de quien dijeron que Yaulema había calcado su visión tremendista del mundo, le expulsaron de la Escuela Superior de Berlín Este por «inmadurez sociopolítica», y en Berlín Oeste lo tildaron de «traidor» por su cuadro en el que exponía un niño masturbándose. Yaulema no corrió mejor suerte. En sus primeras andanzas, en Guayaquil, por su recia fibra humana y su vocación artística, que le conminaba a desafiar los cánones establecidos, fue prácticamente expulsado de la Escuela Municipal de Bellas Artes, asignándole, a lo sumo, una pintura «temblorosa, seguramente consecuencia de los avatares del autor»; durante su periplo creativo, también le han prodigado, aquí y allá, cualquier clase de adefesios. Usando en su contra lo de «contestatario y radical» su anticonformismo, si se quiere como vertiente plástica engendrada por este artista, empezaba a concitar atención y consagración. No obstante, continuaron los comentarios corrosivos respecto de su obra. «Irritación e intolerancia de un arte de vanguardia sin sustento…», se dijo de su primera muestra individual. Pero, de a poco, el arte de Yaulema se impuso.
Yaulema se inició con obra que, en cierta forma, alude al expresionismo que le antecedió. Pintura enérgica, con rasgos violentistas, resuelta en un estilo muy suyo, propio, intransferible, en cuyo epicentro, se encienden colores fortísimos como transportados de sus ancestros milenarios. Fuerza y fuego. Trazos que delatan a un artista con una propuesta que iba a impedir cualquier encasillamiento. La ironía, sutil o desparpajada, sería uno de los signos de sus fases. Algo de lo que se puede llamar feísmo atravesó una de sus fases. Admitámoslo. Pero la obra de Yaulema nos desconcierta e invita a involucrarnos en ella, y una vez dentro de ella, juega con los espectadores, como si fuéramos infantes exploradores de un juego indescifrable y sin finales. Su dibujo vigoroso y definitivo, su dominio de la composición y del color le sirven para zarandear al espectador. Recrea temas tabúes como el sexo, desgarrándolo o desacreditándolo (¡vaya uno a saber!), senos, piernas, vulvas vuelan en espacios caóticos y vibrantes. Ante su arte, tiemblan las estructuras de la infamia universal: los apartheid, el violentismo en todos sus siniestros rostros, el capitalismo salvaje, la drogadicción del poder y el consumo, las secuelas del genocidio de los pueblos indígenas (¿no siguen tratados como comodines de políticos de todas las tendencias en América?), la vida, en suma, consumada y consumida por el caos y los fulgores que abruman y ciegan. Estampida de colores —crispación y ternura—, figuras caricaturales, seres humanos —mujeres en su mayor parte—, diseccionados por el sabio y sarcástico arte de Yaulema.
Bello es una mera opinión no por generalizada menos parcial. Lo bello, casi siempre sustantivado como belleza, es una especie de vara de medir las artes plásticas. Los antiguos no exigían belleza en las obras de arte. Y en la noche de los tiempos no existía el menor indicio de belleza, porque su arte solo pretendía acceder a los dioses, tan numerosos como los fenómenos naturales respecto de los cuales no tenían explicación alguna. La belleza (o lo bello) aparece tarde en la historia humana. Quizás invada terrenos extremadamente controversiales, pero la belleza, tal como la concebimos en nuestro tiempo, referida a las artes manuales (para decirlo de alguna manera), comienza a imperar en el mundo con la Crítica del juicio de Immanuel Kant. Belleza como necesidad, requisito indispensable para que una obra artística sea considerada como tal. Y para cerrar esta breve reflexión que consideramos pertinente, Hegel consideraba que lo medular en el arte era su desarrollo histórico, y, por fin, aseguraba que al arte moderno no le importa lo bello, sino su significación.
Bajo estas premisas, las fases creativas de Yaulema se erigen como una obra vigorosa, rotunda y convocada a perdurar. Sensualidad, mordacidad, escarnio, sapiencia y un excepcional imperio del color son algunos de las contraseñas de este excepcional artista. Revuelta, conspiración, rupturas y osadía, revelación y exasperación: la obra de Yaulema. Irreverente y mítico. Libre. Esta palabra luce como una obviedad, pero no lo es. La mayoría de artistas visuales reclaman a gritos ser libres y no lo son. Algo, extraño y recóndito, detiene su pulso o —ese mismo ¿estigma?— les induce a exasperar, a exagerar, a salir de esa línea apenas visible, sensible, que separa aquello de lo que es o no arte. Quisiera ser como un pájaro es una de las obras emblemáticas de Yaulema. Desde que salió de su comarca de origen lo fue y seguirá siéndolo hasta su último aliento.
0 comentarios