MONS. LEONIDAS PROAÑO «UN PASTOR QUE CAMBIÓ EL RUMBO

Feb 14, 2022 | La casa la hacemos todas y todos | 0 Comentarios

By Raúl Guaman

Carlos Ortiz A.
(Tomado de «Riobamba en el centro de la historia ecuatoriana»).

Durante la colonia apenas se pronunciaron algunas frases a favor del indio (Espejo, Juan de Velasco). La independencia dejó el problema intocado. Fue, como hemos visto, una lucha entre bandos de españoles y criollos sin preocupaciones por reordenar la sociedad. (En literatura, algún artículo en defensa del indio fue escrito por el riobambeño Juan de León y Larrea). La República no cambió tampoco la situación. En Chimborazo, los propietarios de haciendas, apoyados casi siempre por las autoridades parroquiales, siguieron la misma línea de los encomenderos.


Hemos afirmado que ni el liberalismo, a pesar de haber sido la única revolución en el Ecuador, colocó el problema indígena en primer plano. Los periodistas liberales que en Riobamba se refieren al asunto hasta 1935 (esta fecha señala el fin de “La Razón”, último esfuerzo en materia de diarismo local), llegan cuando más al empleo de frases de conmiseración para con la “pobre” raza. Los socialistas fueron de extracción gamonal en su mayor parte, y aunque produjeron buena literatura, no alcanzaron el poder para intentar una aplicación de esas ideas. (“Pobre indio, pobre raza…” se quejaba en su hermosísima Elegía el poeta de ideas avanzadas, Miguel Ángel León).


Terratenientes con pretensiones de nobleza fueron hasta los años 50 los amos absolutos de la provincia. El indio recibía palos, “rayas” y desprecio como pago de jornal. La respuesta de los llamados “naturales” fue el silencio sumiso, interrumpido de vez en cuando por alzamientos en haciendas y caseríos.
Entonces llegó a presidir la Iglesia de Riobamba un hombre que, evangelizado por una realidad aplastante, se propuso proyectar un cambio en la sociedad. Era Leonidas Proaño, de extracción popular, de firmes principios, de un ancho don para comunicarse.Le fue durísima la tarea. Los gamonales de la ciudad, con sus aliados del campo, le opusieron tenaz resistencia a través de calumnias, denuncias, atropellos.Poco a poco, fue dejando que su pensamiento ganara espacio.


Repitió incesantemente que la Iglesia debía cumplir la misión de trabajar por los más pobres, y ellos eran los indios de Chimborazo y del Ecuador. Señaló que lo primero que había que hacer era devolverles el uso de la palabra que tantos siglos de opresión les habían quitado. Con su voz y con su ejemplo dijo claramente que el designio de Dios no era la esclavitud sino la libertad del hombre. Insistió en que para lograrla, el indio tenía que sentirse persona con derechos; y que la organización era uno de esos derechos que le habían negado. Promovió centros de formación para los indios; los admitió con igual derecho en el desempeño de las funciones del culto. Buscó una nueva educación que partiera de la concientización sobre la realidad en que se vivía. Fundó, en 1962, Escuelas Radiofónicas Populares para concretar esa respuesta educativa. Dispuso que la reforma agraria se practicara en las propiedades de la misma Iglesia. En fin, durante algo más de 30 años a partir de 1956, se fue convirtiendo en un apóstol de los Derechos Humanos, por lo que hasta se lo candidatizó para Premio Nobel de la Paz.


Se necesitaría estar ciego para dejar de ver lo que ese trabajo pastoral ha producido: un cambio de rumbo en la condición del indio en esta etapa final del siglo 20. Ha adquirido conciencia de su ser como parte del país. Ha aprendido a reclamar lo que la Constitución del Ecuador establece: derechos. El indio de hoy en Chimborazo y en otras partes de la patria está en capacidad de dialogar con los gobernantes para exigir que se lo considere parte productiva y pensante en el conglomerado nacional.
Algo de lo que se ha obtenido dentro de este cambio se puede ver en el funcionamiento de la Educación bilingüe intercultural, casi al final del siglo. O en la solución de algunos problemas de tierras en una provincia en la que el régimen hacendario está desapareciendo para dar paso a una explotación comunitaria de ese recurso natural. O en la incorporación del indio a la educación media y superior, y a la práctica de algunas profesiones que antes estaban reservadas a los blanco-mestizos.
Mucho falta todavía para que la integración de esta clase social sea completa. No se han eliminado aún las marginaciones y las discriminaciones. Pero, abrigamos la esperanza de que los árboles sembrados por el Obispo Proaño (fallecido en 1988) seguirán creciendo y produciendo “más frutos y más fecundas semillas…”.

El siguiente texto, escrito en 1992,  año del quinto centenario de la conquista española, pretende rendir un homenaje a este profeta, desde el punto de vista de los sectores marginados.

CANCIÓN PARA EL PASTOR
A Leonidas Proaño
(1992)
Llegaste hasta nosotros;
te hiciste nuestro hermano;
miraste las angustias de este pueblo
y decidiste optar por los más pobres.
La voz me habían quitado
desde cuando pisaron estas tierras
unos hombres sedientos de aventura.
El peso de estos siglos, que son cinco,
había ido inclinando
al suelo mi cabeza.
Encerrado en mi poncho, como cápsula,
era un ser incapaz, según su juicio,
de pensar y expresar mi pensamiento.
Servía solamente, a su criterio,
para, en base a este cuerpo como el bronce,
sufrir los golpes, trabajar la tierra,
recibir «rayas» en forma de salario
y ocupar dondequiera
el último lugar.
Y tú, Pastor, hallaste este rebaño
en que eran pocas las ovejas gordas
de sangre azul, de lana blanca y fina,
(más bien lobos vestidos de sus pieles),
y millares de ovejas
enfermas, perseguidas,
remontadas, heridas por el miedo.
Supiste, ya al llegar junto a nosotros,
que los pastores que vinieron antes
se habían puesto de acuerdo con los lobos
y solo hallaron lástima
por las pobres ovejas descarriadas,
por las que derramaron
unas piadosas lágrimas
como los cocodrilos.
Y supiste también que otros pastores,
venidos desde el norte,
decían que la suerte estaba echada,
sin lugar al reclamo ni a la queja
porque «el Señor así lo había dispuesto».
Tú dijiste que no;
que no hay un Dios injusto,
y si lo había,
era nuestro deber crearnos otro,
en quien depositar nuestra confianza.
Un Dios, poderoso talvez, pero más bueno,
con el cual ir trazando
los caminos de nuestra libertad.
Te golpeó la angustia.
¿Cómo lograr un cambio en estas gentes
que tenían el alma conturbada,
que inclinaban la frente,
que apenas mascullaban las palabras
y que se embrutecían con la chicha
para poder gritar lo que pensaban?
¿Cómo hacerlas personas?
¿Cómo romper los prejuicios de esos otros
que habían decretado
que el indio era un esclavo
para el que no existía
ni un mínimo lugar en la estructura?
Te salieron al paso de inmediato
los curas contagiados de miopía,
los nuevos ricos que habían recobrado
la ciudad tanto tiempo abandonada,
los poderosos amos de la hacienda
y aquellos que soñaban
en una inmensa catedral…
Quisieron impedir que te alejaras
para irte con los pobres.
Te llamaron el «rojo», el «comunista»,
y, con desprecio, te dieron como nombre:
«Obispo de los indios».
Pero tú, sembrador,
con destellos de luz los derrotaste,
derramando palabras por los páramos,
que eran como disparos contra el hambre,
la sed y la injusticia,
y contra la ignorancia.
Tú fuiste recogiendo nuestra voz,
que aún no estaba muerta.
La siembra fue difícil;
el suelo estaba duro, casi estéril.
Con amor y paciencia lo regaste.
El germen cayó al fondo de nuestra alma.
Y empezaron retoños a brotar,
a crecer,
y a reclamar un sitio sobre el mundo.
Entonces, recobramos nuestra voz,
una voz que tronó en el continente.
Era altiva, directa, sin rodeos,
como intentando gritar la realidad,
esa amarga y terrible realidad.
Comprendimos así que éramos «runas»,
hombres, como los otros,
con iguales derechos.
Que la tierra, la escuela,
la salud, el respeto por la vida,
eran también para nosotros.
Aprendimos contigo
a caminar alzando la cabeza.
A no sentir vergüenza.
A unirnos con los nuestros
para ir cobrando fuerza
para exigir respuestas
a miles de preguntas
escondidas por cinco largos siglos.
Y aquí estamos, Pastor.
Somos los nuevos hombres que formaste.
Aprendimos a usar nuestra palabra
y a «vestirle de poncho a la esperanza».
Taita Leonidas: aquí estamos.
Venimos desde abajo y desde adentro.
Somos
los que hemos resistido tanto tiempo
– más de quinientos años
si contamos también los del Incario
que llegó a dominarnos -.
Somos
los que volvemos desde el fondo
de la marginación, el odio, los obrajes,
las mitas, encomiendas, alcabalas,
los diezmos, las primicias, los servicios
a todos los «patrones» que vinieron
con todas las conquistas…
Y hoy estamos aquí, porque un buen día,
taita Leonidas,
llegaste desde allá, del Imbabura,
para ser nuestro Obispo.
Al ver tu rostro, prieto como el nuestro,
y tu sencilla forma de enfrentarnos,
se iluminó una idea en nuestro pecho:
¿vendría con tu voz nuestra esperanza?
Hoy que te has ido, Taita,
nos hieren como garfios mil preguntas:
¿Se quebrará la voz tras tu partida?
¿Resurgirá el dominio de los otros?
¿Construiremos la nueva sociedad?
¿Serán firmes las bases que pusiste?
¿Dará frutos el árbol que sembraste?
«¿Se vestirá de poncho la esperanza?».

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