Entre el sincretismo religioso, el respeto por sus ancestros y las necesidades de la sociedad actual, el oficio del hielero vive sus días finales. Una crónica desde su hogar, al pie del coloso.
‘Buenos días de Dios”. La luz naranja que pinta el cielo que rodea al Chimborazo hace olvidar a los coloridos faros de neón que adornaban el autobús que, en la ruta Quito-Riobamba, recorría la Panamericana.
Ahora, el amanecer llega con esa frase que Baltasar Ushca pronuncia, mientras ata un becerro a una estaca junto a la acequia que corta su propiedad.
Sombrero que alguna vez fue negro, saco de hilo blanco, pantalón casimir verde, botas de caucho. En silencio, cumple la rutina diaria de amarrar a los animales. Pone sobre el lomo de tres burros algunas prendas de ropa vieja y dobla plásticos. Si otrora los hieleros sacrificaban cuyes negros a los pies del Coloso para que la suerte los acompañara en la ascensión, en esta mañana Baltasar sorbe de la cuchara la sopa de papa y fideo que le dará el vigor para realizar su labor. Su rostro se pierde tras el humeante plato de loza.
La candela en la cocina de leña ilumina el interior de su hogar. El hollín cubre las paredes de bloque y el techo de zinc, que sustituyeron al adobe y a la paja. La aculturación muestra sus rasgos en el lugar, desde la cama que oculta el espacio del suelo donde antes se dormía en contacto con la Pacha Mama, hasta los cartones que se amontonan en un rincón y las gafas que luce Édison, el menor de sus nietos. Cuando sale para cumplir con su jornada, Baltasar deja atrás a María Lorenza Tenesaca, su mujer, y a Carmen, su hija. Otros nietos, Carlos y Lourdes, lo acompañan hasta la riel de tren que bordea la vivienda. Desde allí, la ruta será en solitario.
La población de Cuatro Esquinas recibe al hielero con las paredes pintadas de propaganda electoral. Los tres burros y el hielero caminan sobre la vía polvorienta y pedregosa, en sentido contrario algunos muchachos uniformados van a la escuela. A los lados se abren los cultivos de cebada, avena y papas. Si en la tierra están grabados los surcos para la siembra, en la cara de Baltasar se dibujan las arrugas de sus 67 años; son pocas, pero son profundas.
Documentales, fotografías y reportajes han recorrido el mundo entero con el rostro del hielero, varios han ganado premios. Baltasar es ajeno a ello; a pesar de que fue invitado a recibir un reconocimiento en Estados Unidos. No realizó el viaje por pedido de su familia.
El expedicionario Marco Cruz lo conoce desde la infancia y en sus varias ascensiones al Chimborazo su relación ha crecido. Él guía nuestros pasos tras el hielero, en una ruta que se matiza por el cambio de la vegetación y el colorido del paisaje. De la tierra negra y el pasto verde, hasta la nieve blanca y la roja chquiragua.
En el trayecto de Baltasar, un momento de magia y pausa es necesario. Parece que el universo se detiene para ver cómo la mano áspera del hielero toma la hoz, corta un montón de paja y, después de sacudirla, con una técnica muy vieja tuerce la yerba hasta convertirla en sogas artesanales.
Luego todo recobra movimiento, el viento, el agua, el gavilán que vuela en círculos y los asnos que siguen su camino hasta la ‘Razu Surcuna’ (la mina de hielo).
Es un camino de niebla y rocas volcánicas, silencioso. Solo algunos rótulos de tabla rompen el equilibrio, en ellos se señala la distancia faltante para ver al hielero en acción. Un intento fatuo para folclorizar el oficio, para convertir al hombre en un atractivo turístico.
Sobre los 4 800 metros, se devela una morrena del glaciar Carlos Pinto. Baltasar toma pico, vara y azadón y empieza a cortar este hielo que lleva aquí centenares de años. Cuando el bloque se desprende, la nubes dejan ver la cara del Chimborazo, como un viejo venerable que mira tras la ventana.
El tiempo en esta altura no se mide con reloj, sino a través de las gotas de agua que se desprenden del hielo. El sonido del segundero se suplanta por el golpe del hacha, el jadeo del hielero y el latido del corazón que se acompañan en el unísono. Baltasar habla un castellano incipiente, pero José, quien trabajara como albañil en la capital antes de volver a su terruño para guiar a turistas hasta el nevado, traduce sus pocas palabras: “Juan Ushca se llamaba mi padre, era un ‘cabeza blanca’, un albino, hijo del taita Chimborazo. Con él aprendí a extraer el hielo, a cargarlo, a amarlo desde los 15años, cuando acepté esta enseñanza como única herencia”.
Resopla, chupa hielo. El frío es intenso, pero se dobla las mangas de su deshilachado saco.
Eran días cuando la ruta era atravesada por cinco o seis grupos, los hieleros bajaban maldiciendo e insultando al viento para que no les coja el mal aire. Ahora Baltasar camina en soledad y silencio, observando que los burros no se precipiten por la pendiente rocosa.
Sin embargo, siente temor ante las voces que escucha expandirse por la montaña, entre el balido de las vicuñas.Cuenta que cierta vez, mientras descendía con el cargamento, se encontró con una persona sombría. “¿Adónde vas?”, le preguntó Ushca. “A conocer a los hieleros”, fue la respuesta que obtuvo y el extraño desapareció tras la neblina.
Para evitar sustos, cuando Baltasar se aleja de la mina de hielo, le pide al gran y viejo Chimborazo que no se enoje, que le proteja ante las desgracias y el cansancio, que le deje volver. Porque sabe que es el único en subir a las barbas de su abuelo y que no tiene otra fuente de trabajo, además de esa. Por eso reza: “Taita Chimborazo. Dios se lo pague”.
Todo ello constituye una cuestión de sincretismo religioso, donde el hielo sagrado, permite una comunión con el cuerpo de la montaña. Un aspecto que se mantiene como parte de una memoria colectiva ancestral, pero que Baltasar hace casi mecánicamente, dos días por semana, jueves y viernes.
El suyo es un testimonio construido desde el silencio y la contradicción. Antes de la despedida, Baltasar pide que en Navidad se traiga caramelos para sus nietos. La frase deja una sensación de tristeza suspendida en el aire. Luego, tal vez previendo el final de sus días y retomando la dignidad y el privilegio de su oficio, dice en voz alta: “No vaya a olvidarse de mí… soy Baltasar Ushca, el último hielero del Chimborazo”.
La historia de un oficio
El oficio del hielero tiene raíces en el imperio romano y los pueblos árabes. Llegó al Nuevo Mundo, bajo el dominio español, como una mita. En Ecuador se instaló en el Cayambe, el Cotacachi y el Chimborazo.
En el Indo Kush, en Afganistán, los bloques de hielo se recogían con redes, tras el derretimiento del glaciar. En el Cumbal, en Colombia, el hielo desciende sobre trineos.
El hielo extraído del Chimborazo se comercializaba en Guaranda, Guayaquil, Babahoyo y Riobamba. Su consumo desapareció ante las refrigeradoras y el hielo industrial.
Baltasar Ushca es el nieto del Chimborazo
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