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FERNANDO DAQUILEMA

Daquilema quiere decir “Señor con mando” y es una familia indígena inmemorial en la zona de Lincán, Cacha, Cachabamba, Yaruquíes, Punín, Sicalpa y Cajabamba en la hoy provincia del Chimborazo. Estos Daquilema se consideraban de sangre real y descendientes de los antiguos señores Puruhas de apellido Duchicela. Entre ellos las terminaciones “cepla, lema y cela” tenía una especial nobleza y antigüedad y muchos de sus apellidos eran respetados por este detalle. Mayancelas, Saquicelas y Duchicelas hoy existen regados en casi todo el territorio nacional pero hace 100 años no era así, entonces vivían unidos en torno a sus ayllus o tribus.

Fernando Daquilema debió nacer hacia 1845 aproximadamente, aunque no se ha podido encontrar su fe de bautizo. Su padre trabajaba en la hacienda “Tungurahuilla” y de su madre no se tiene ninguna noticia debido a que las genealogías tribales no consideran a la mujer con derecho a figurar en los árboles genealógicos; sólo interesa probar el tronco o varonía, que es lo que une por sangre a la tribu.

La tarde del lunes 18 de diciembre de 1871, arribó al valle de Cacha el odiado recaudador de diezmos y tributos indígenas. El presidente García Moreno había entregado estas contribuciones a la Iglesia y ésta, a su vez, a los rematistas del cobro, que eran unos pillos consumados. Los indios estaban hostigados de realizar estos pagos que sólo a ellos gravaban como lejano recuerdo de la conquista española, y el primer brote rebelde se registró en Yaruquíes, donde Fernando Daquilema de 26 años y con el prestigio de su nombre y ascendencia, había reunido a algunos cientos de Indígenas que se negaban a pagar. Se desconoce por qué subieron a las alturas que dominan a esa población y a quién se le habría ocurrido sublevarse, unos cuantos se sacaron sus ponchos rojos que denotaban la sumisión al blanco y se colocaron los negros, símbolo de la rebeldía en los Andes. En las filas indígenas figuraban como jefes Bruno Valdés, Nicolás Aguagallo Turunchi y Miguel Pilamunga, que ordenaban tocar las bocinas en son de guerra como en los tiempos de sus antepasados. En Yaruquíes las gentes andaban aterradas y sólo unos cuantos milicianos se aprestaban a la defensa.

El martes 19 amaneció frío. Nadie había podido dormir y los 3.000 indígenas armados de palos, puñales y lanzas de madera bajaron en infernal griterío a eso de las 7 de la mañana, pero fueron rechazados a bala por casi 100 soldados que se jugaban la vida y no podían darse el lujo de perder. El primer ataque falló y la multitud se retiró a eso de las 10 de la mañana a la población de Cacha, sorprendiendo en el camino a Carlos Montenegro y a Javier Poma, a quienes asesinaron cruelmente.

Esa tarde Daquilema ordenó atacar Sicalpa y Cajabamba al mismo tiempo y comprometió a N. Morocho para que consiga 300 caballos. Acto seguido, sus 4.000 indígenas, portando pértigas de madera sobre las que ondeaban pañuelos rojos que evocaban a las “unanchas” primitivas de los Shyris, avanzaron a la plaza principal de Sicalpa donde los milicianos se habían parapetado al mando del Teniente David Castillo quién fue el primero en morir atravesado de un lanzazo por Manuel Guallí, que enseñó el cadáver a sus compañeros gritándoles: “Vean bien como entra la lanza, como si fuera en zambo tierno … “. Mientras tanto los pobladores habían fugado a Cajabamba y Sicalpa cayó sin nuevas resistencias.

Enseguida el ejército indígena de Daquilema se volcó contra Cajabamba acaudillado por los capitanes Baua, Lucas Pendi, Juan Maji y Antonio Guacho. En las goteras se desafiaron a singular duelo el indio Baua y el mestizo Anastasio Albán. Baua a pie y con látigo de cabo de madera y Albán a caballo y con lanza de madera. Los ejércitos espectaban a prudente distancia.

Primero se insultaron soezmente para enardecerse aún más, luego arremetió Albán y pinchó en el tórax a Baua, que ni bobo, se había forrado con liencillos húmedos y estaba como acorazado.
La lanza se hizo astillas y Baua rodó por los suelos, pero se paró enseguida, ante la admiración de todos y logró asirse al lomo del caballo, intentando ahorcar a Albán con sus poderosas manos. La cabalgadura se encabritó y luego emprendió veloz carrera, perdiéndose en las colinas. Albán había sacado una daga que llevaba escondida en una bota y con ella infirió varias heridas a Baua, que cayó muerto.

En el interim la Batalla entre indios, blancos y mestizos se había generalizado y el regreso triunfal del amañado Albán desmoralizó a los supersticiosos indígenas, que ya retrocedían cuando aparecieron los jinetes de Morocho; entonces volvieron a cargar con renovados bríos y entraron hasta la plaza principal donde la lucha se hizo compacta. Niños y mujeres blancos y mestizos daban alaridos dentro de una iglesia; una india se trepó a la torre y tocaba en triunfo las campanas, pero un mestizo subió a matarla y se trenzaron en desigual combate a vista y paciencia de todos, que los vivaban. La fuerza física del hombre pudo más que la temeridad de la mujer y ésta cayó desde lo alto estrellándose en el pavimento.

Mientras tanto Morocho había ordenado desmontar a los suyos porque no podía cargar con sus caballos, debido a que se combatía en lugar cerrado y estrecho. En ese momento ocurrió lo inaudito, un indígena estulto y quizá hasta borracho, gritó que desde los cielos bajaban los escuadrones de los santos comandados por San Sebastián, patrono y protector de Cajabamba y todo fue uno, porque la multitud huyó hacia las colinas y por más que Daquilema increpaba a los que huían, no los pudo detener en la fuga hasta que llegaron a Cacha.

Esa noche urdieron nuevos planes. Debían atacar el 21 a Punín. Al día siguiente 20 de diciembre, su primo Pacífico Daquilema y los suyos avanzaron a las alturas de Lactasí que domina a Punín, para tomar posiciones. Allí fueron avistados por el Párroco Dr. Nicanor Corral y Banderas, a quien hizo dar una soberana tranquiza y no lo mataron por ser una “buena persona”, pero en cambio asesinaron y hasta despedazaron a sus candidos acompañantes: Eustacio Samaniego, Joaquín Cabrera, Ramón Izurieta, Antonio Jiménez, Rafael Freile y Andrés Arias, que así pagaron la imprudencia.

Después de esto Pacífico Daquilema ordenó el regreso a Cacha, pero en mitad del camino, en Cachabamba, se encontraron con algunos lanceros, soldados del gobierno que iban a reforzar Cajabamba y ambos grupos se trenzaron en desigual combate, que arrojó como saldo numerosos muertos y heridos.

Al amanecer del 21 de Diciembre de 1871 Fernando Daquilema y su enorme masa indígena que bien podría pasar por ejército, avanzó a Punín, majestuosa y pausadamente. Con él iba Manuela León, “hermosa mujer” según los relatos, natural de un humilde caserío llamado “Poñenquil”; otros testigos aseguraron después que era “muy bella”.

El primero en atacar fue Pacífico Daquilema que cargó por un flanco. Manuela por el otro y “el rey” Fernando Daquilema se quedó en las alturas observando el combate, como era costumbre y usanza entre los indígenas. Manuela inició su ataque y aunque la recibieron a bala y murieron algunos de los suyos, sus gentes lograron matar a cuatro milicianos que despanzurraron y colgaron a la vista de todos en sendos árboles de capulíes. Entonces la lucha se generalizó y los indígenas entraron en Punín, poniendo en fuga a los soldados y vecinos. Daquilema bajó a la población incendiando varias casas en el camino. Un indio de apellido Iliachi se subió a la torre de la Iglesia para prenderle fuego, pero estaba tan borracho que cayó desde lo alto y se mató de contado. Los demás indígenas decidieron salir de allí y el capitán Francisco Guzñay dijo que se acercaba la noche y podían avanzar refuerzos de Riobamba y Ambato, Manuela no estuvo de acuerdo, tachó a todos de pusilánimes y en gesto histriónico sacó de sus senos los ojos de un Teniente Vallejo, al que ella misma había matado y se los arrojó a la cara, pero la multitud se retiró en silencio como avergonzada y temiendo el castigo que les esperaba por la insurrección. El 22 ya no quedaba nadie en el pueblo, que fue ocupado por el coronel Ignacio Paredes y las milicias venidas de Riobamba.
Así en forma tan misteriosa como había comenzado, se terminó la insurrección de Fernando Daquilema. Los indígenas fueron a descansar de una semana de continuas marchas y numerosas refriegas. El 27 salió la tropa a buscar a los cabecillas. A Fernando Daquilema apresaron cerca de su casa de Cacha, y quedó su esposa llorando amargamente. El gobierno ofreció un indulto general, que por supuesto jamás se cumplió. Los indígenas se escondían en los contornos, pero después salieron resguardados por su anonimato. No había a quien castigar, a no ser que se tratara de los Daquilema.

El 8 de Enero de 1872 fueron fusilados en la plazuela de San Francisco Julián Manzano y Manuel León, en presencia de más de doscientos indígenas, que las autoridades llevaron con la custodia necesaria, para que tomen escarmiento y no se vuelvan a insurreccionar. Los historiadores presumen que éste desconocido “Manuel León” sea nuestra Manuela del cuento, que pudo haber sido confundida con hombre dada las circunstancias del momento. Lo cierto es que nada más se ha sabido de ella, hundiéndose en el silencio de la noche de los tiempos.

La prisión de Fernando Daquilema tuvo ribetes heroicos. Pudo haber huido de Cacha pero no lo hizo, mandó a sus capitanes que se desbandaran en silencio y él ascendió a la colina más alta para explorar el sitio donde estaban los milicianos a los que miró largamente y gritó: “Aquí estoy” luego anduvo con arrogancia y se puso frente a ellos e insistió: “Aquí estoy” ¿Quién eres tú? Le preguntaron ¿Cómo te llamas? otro soldado le dijo en quichua: “Ima shuti cangui? -Fernando Daquilema-, fue la respuesta y entonces le amarraron las manos hacia atrás y lo llevaron a la cárcel, todo en silencio nativo.

El 23 de marzo se inició el juicio en Yaruquíes por “motín, asesinatos, robos e incendios” y el Juez les pidió a los acusados que designen defensores, cosa que por supuesto nadie realizó. Daquilema fue condenado al fusilamiento y un testigo firmó por él, era iletrado, diciendo que estaba conforme con la pena. Enseguida lo llevaron en procesión a la capilla para que pasara su última noche. Un sacerdote le pidió que repitiera las plegarias. A las seis de la mañana se tocó Dianas. A las siete salió la procesión con el condenado y a las ocho llegó a la plaza de Yaruquíes, donde se había improvisado una celda. A las once los pregoneros anunciaron la sentencia por bando, luego sacaron al reo, vestido de blanco, que marchó con dos sacerdotes a sus lados. Le ataron los pies y manos, mientras en las colinas una muchedumbre indígena presenciaba de lejos la escena. Los tambores comenzaron a tocar, se retiró la escolta y el capitán le preguntó si quería alguna gracia o algo. Daquilema contestó “Manapi” que significa “nada o ninguna” en quichua y entonces comenzó un discurso dedicado a los indios, cuyo significado no nos ha llegado, fue en quichua y no lo terminó, lo mataron a balazos. ¿Qué habrá dicho?

El cadáver quedó tendido en el suelo en un charco de sangre y a la vista de todos hasta que cayó el sol, Su esposa no pudo acercarse porque no se lo permitieron. Debió conformarse con mirarlo de lejos y “puso la frente en el suelo, para que se confunda con la tierra matriz”.

La opinión pública nacional fue indiferente y todos estuvieron muy conformes con la pena. Era un indio más que se había alzado contra sus patronos, pero pasaron los años y varios escritores, cuando no, se detuvieron a examinar el proceso y encontraron que había en él numerosos elementos de grandeza como para salvar los nombres de estos héroes que sacrificaron sus vidas por una causa justa, la terminación del ominoso tributo indígena que gravaba a los de esta raza por el simple hecho de haber sido derrotados varios siglos atrás por los españoles. Entonces se repitió la hermosa frase de Benigno Malo “Con privilegios no hay República” que hoy tiene tanta actualidad.

Tomado del portal web de Rodolfo Pérez Pimentel

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